La lógica del reality invadió a la política

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Cuando Donald Trump, con su jopo de utilería y su engolada suficiencia, se anotó en la carrera presidencial, me pareció un chiste. Poco más de un año después ocurría lo imposible: el magnate vencía a Hillary Clinton y se consagraba presidente de Estados Unidos. Algo parecido me pasó aquí con Javier Milei. De un día para el otro, aquel personaje desaforado de melena batida se convirtió, para mi sorpresa, en invitado permanente de los programas políticos de televisión. Todo en él era una hipérbole. Ese énfasis, hay que reconocerlo, resultaba convocante cuando se descargaba sobre vicios de la política argentina que también habían alcanzado proporciones desmedidas, como la corrupción y el curro desplegados bajo la fachada del “Estado presente”. Cuando anunció su candidatura, siendo ya diputado, me pareció un dato pintoresco. Luego empezó a crecer en las encuestas. Sin embargo, como antes con Trump, me dije: no va a ocurrir. No fui capaz de ver entonces que la lógica del reality show había desbordado las paredes de la casa de Gran Hermano y regía también para la política, arena en la que se imponía un casting similar: personalidades arrebatadas, disruptivas, extremas en sus emociones y sus ideas, con perfiles rayanos en la caricatura; es decir, todo lo que pudiera garantizar un buen show, plagado de conflictos y peleas. Desde los tiempos del circo romano, una parte nuestra quiere ver sangre.

“Les duele que sea uno de los dos políticos más relevantes del Planeta Tierra”, dijo Milei esta semana, en otra de sus diatribas contra el periodismo y los políticos. En su estilo, ya naturalizado, remató: “¿Qué visión puede tener una rata respecto de un gigante?” El otro grande entre los grandes, según el Presidente, es Trump. Ignoro si el magnate estaría dispuesto a compartir el podio con un émulo del hemisferio sur, pero no hay duda de que la megalomanía –aparte de la manifestación obscena del desprecio– es otra de las características que comparten los líderes populistas que hoy se abren paso en distintas latitudes. Recordemos el temor “divino” que exigía Cristina Kirchner a los suyos. Lo más grave es que se trata de un rasgo que no se puede fingir: hay que creérsela de verdad. En la casa de Gran Hermano valen oro esos participantes que empujan los enfrentamientos más allá del límite que indicaría la razón. Son impredecibles, porque no dominan las fuerzas que los gobiernan y lo ignoran. Entonces, como en la tragedia griega, todo puede suceder. Acaso la fascinación de los que observan se deba a la promesa siempre latente de una anhelada catarsis.

El reality de la política vernácula, fogoneado en su alienación por el efecto endogámico de las redes sociales, por ahora no hace más que acumular tensión. Y es que el Presidente gobierna con las mismas armas que desplegó durante su campaña presidencial. Pega aquí y pega allá. Destrata, insulta y divide. La diferencia es que ahora está al mando del Estado. Se alimenta de los conflictos y muestra escasa vocación por resolverlos. Y esa pulsión, reconducida por los fríos estrategas que lo acompañan en su mesa más chica, deriva en decisiones que, de prosperar, producirían un daño muy grande al país. Por ejemplo, el decreto que limita el acceso a la información pública y restringe la libertad de prensa, a todas luces inconstitucional. Por ejemplo, la candidatura del juez Ariel Lijo a la Corte Suprema.

¿No venía Milei a defender la libertad y a acabar con la corrupción? Al margen de sus ideas económicas, en su concepción política, y sobre todo en la praxis que emana de su personalidad, el Presidente parece más cerca del kirchnerismo que de sus vapuleados ¿socios? de Juntos por el Cambio. Acaso no resulte un dato irrelevante que en las elecciones de 2015 Milei no haya trabajado para la campaña de Mauricio Macri, sino para la de Daniel Scioli, el candidato de la Cristina eterna.

El reality da para todo. Allí cabe un amor de primavera con una vedette de otros tiempos, un intercambio adolescente de tuits con la expresidenta, un ministerio de Culto y Civilización (¿la hay donde no se acepta a quien piensa distinto?), legisladores “anticasta” con veinte asesores y, por supuesto, flamígeras rencillas propias de la casa de Gran Hermano. Entre ellas, la que enfrentó a la diputada Lourdes Arrieta contra todos y la que entabló la explosiva Lilia Lemoine con Victoria Villarruel, a quien, autodefiniéndose como “la cosplayer del grupo”, retó con su sinceridad brutal. Peor le fue al senador Francisco Paoltroni, eyectado de la convulsionada Casa por atreverse a cuestionar la candidatura de Lijo. En la lógica del reality, la racionalidad se paga caro.

Como sucedía con Cristina, nadie se atreve a enojar a Milei con el señalamiento de un error o con una opinión divergente. Su gente se ve obligada a defender lo indefendible, como por ejemplo los avances autoritarios contra la prensa o la candidatura de un juez aplazado por sus pares. Queda la esperanza de que los más lúcidos se atrevan a hacerlo reflexionar sobre sus errores. Hasta ahora, en la Casa se lo endiosa. El jurado del show diría que va ganando, pero cuidado: la obsecuencia podría signar la suerte de su gobierno.

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