Desde hace unas semanas se puede seguir en la televisión la miniserie El gatopardo. Para los que vimos la película dirigida por Luchino Visconti, Il Gattopardo, la doble “t” revela algo intransferible: la visión estética del director que era un conocedor profundo de la Edad Media y del Renacimiento; por otra parte, Visconti había cambiado su visión política, despreciaba el fascismo y rechazaba con mayor énfasis aún al nazismo, que nunca lo atrajo, salvo por el esteticismo. Del mismo modo que muchos intelectuales ateos o agnósticos terminan por convertirse al catolicismo, otros lo hacen por el atractivo estético, por la belleza de las catedrales, los cuadros, las esculturas: esos tesoros doblegaban a los exmilitantes.
El escenario teatral era un imán que, desde chico, hipnotizaba a Luchino Visconti. El libro de Giuseppe Tomasi di Lampedusa tenía una densidad social y política que conquistaba a sus lectores. La famosa frase “Todo debe cambiar para que nada cambie” era un programa que tentaba a los gatopardos, a los ricos y cínicos señores que sabían cómo envolver a sus seguidores, ya se tratara de caudillos feudales o de meros arribistas. En la elección de actores, Visconti no se equivocó. Burt Lancaster, el Gattopardo, por momentos, se desesperaba porque no había estado nunca con alguien así y quería un modelo para inspirarse. Un asistente le dijo: “No se preocupe. El Gattopardo es Visconti. Sólo tiene que estudiar sus movimientos, sus miradas, el modo en que se dirige a quienes lo rodean”.
A medida que avanzaba la filmación, los intérpretes devenían el personaje. El caso más evidente era el del príncipe de Salinas, es decir el de Lancaster. Visconti respiraba con el énfasis de un gran señor que dominaba la ciudad de Milán. Podía dar órdenes en silencio y mostrar a sus actores cómo debían reaccionar frente a él. El “príncipe Burt” comprendió que si él era el líder de una dinastía, la tierra, las casas, los palacios eran suyos. Con las elecciones de objetos, de la iluminación, Visconti no se equivocó. Es más, cada mesa, cada silla, era una lección que daba a sus personajes. Burt se había adueñado por fin del espacio que lo rodeaba, y lo mismo hizo con las sillas y los lugares que asignaba en el almuerzo o a la noche. Los actores, los sastres, los técnicos terminaron por adelantarse a las intenciones de Visconti. Cuando veían la satisfacción de ese formidable maestro, sus discípulos le respondían con adustez porque Visconti detestaba la adulación.
La serie que se ve en Netflix sigue la narración del libro y del director, pero hay algo muy importante, en Il Gattopardo Visconti cortó el final del libro. Lo mismo ocurre en la serie, aunque en menor medida. Se habla de la vida de las hijas del príncipe, de la muerte del perro del príncipe y también de la muerte de su amo. Solamente Tancredi, el sobrino de Don Fabrizio, el imponente príncipe, y Angela Sedara, la bella y riquísima mujer de Tancredi, ennoblecida por la boda, tienen un destino brillante. Se habla de esa descendencia casi en secreto. El perro del príncipe, convertido en una momia canina, fue echado por la ventana, y se vio cómo su silueta se iba desarmando a medida que se acercaba a la tierra siciliana. Lo que quedaba del mundo de los gatopardos era un polvillo dorado por el sol. David Gilmour escribió y publicó El último Gatopardo. Vida de Giuseppe di Lampedusa (Siruela). En esa estupenda biografía, el autor se atrevió a decir lo que muchos no osaron. “Mucha gente quería saber por qué un movimiento nacional supuestamente heroico había llevado a Italia al desastre colonial, al despoblamiento del sur, a Mussolini y a verse envuelta en dos guerras mundiales.”
Y un poco más adelante, agregó: “En resumen, al desacreditar a los héroes del pasado, el Gatopardo consiguió explicar la aparición de delincuentes más recientes”.
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