Calles y nombres de Buenos Aires

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En general, cuando se funda un poblado, por pequeño que sea, nace con él también un plano que permite leerlo y entenderlo. Si este pueblo crece, crecerá también el diagrama que lo explica. Se multiplicarán en él las manzanas, las plazas, las iglesias, los lugares de diversión y las oficinas públicas. Y, por supuesto, sus calles, que, por precarias que sean, necesitarán un nombre para diferenciarse unas de otras. Y si el pueblo se hace ciudad, todo se vuelve más complicado. Habrá más calles, e incluso avenidas y diagonales, que deberán ser bautizadas.

En esta ciudad del sur del mundo en la que vivimos, llamada Buenos Aires, se experimentó un proceso similar. Pasemos de la primera fundación, que no tuvo los resultados esperados. Si se parte de la segunda fundación, en el siglo XVI, Juan de Garay planificó un pueblo con 144 manzanas, limitadas por una serie de calles que, si las miramos en la actualidad, irían de las actuales Viamonte a Estados Unidos, y de Balcarce a Salta.

Monumento a Juan de GarayShutterstock.com

Pero como cuenta el historiador Ricardo de la Fuente Machaín, mientras la aldea porteña crecía, sus calles eran anónimas para los pobladores. Esto fue así hasta entrado el siglo XVIII. Se conocían las callejuelas de entonces, barrosas y desparejas, con el apellido del vecino destacado de la zona o quizás por alguna particularidad o por el lugar donde terminaban. Por ejemplo, una hornacina con la figura de María le daba el nombre “de la Virgen” a la calle que hoy es Sarmiento, entre Reconquista y 25 de mayo. Lo único importante era que los habitantes las identificaran.

Siguiendo lo que cuenta el historiador Alberto Piñeiro, para 1738 y en 1769, una buena cantidad de nombres del santoral católico se desparramó por las calles de Buenos Aires. También algunas arterias tomaron la identidad de los edificios públicos por los que pasaban, como del Cabildo o del Fuerte o bien de los templos, como de la Merced, o Santo Domingo.

Pero un hecho trascendente para la historia de la ciudad va a reconfigurar las nomenclaturas del plano porteño: las invasiones inglesas. Expulsado el enemigo en 1806 y 1807, para 1808 la mayoría de las calles pasó a tener los apellidos de los hacedores de la reconquista y la defensa de Buenos Aires. Había tantos como para cubrir por lo menos todas las calles céntricas, que trocaron santos por héroes. Menos no se podía…

Plano de Buenos Aires de 1874, cuando aún no habían llegado a sus calles los apellidos de los congresales de la Independencia en Tucumán

Para 1822, años después de la Revolución de Mayo y la Independencia, las calles volvieron a rebautizarse. Esta vez recibieron muchos de los nombres que tienen hasta nuestros días. Provincias, héroes y batallas por la emancipación ganaron terreno, como una manera de honrar y dejar escrito por siempre en el plano porteño aquel reciente pasado de gloria.

En tiempos de Juan Manuel de Rosas hubo algunas modificaciones en las nomenclaturas, pero no fueron tantas. Se llamó, por caso, Restaurador Rosas a la actual Moreno y Camino del General Quiroga a la que luego, precisamente tras la caída del gobernador, sería Rivadavia. Y la calle de la Catedral pasó a llamarse San Martín.

Con Rosas fuera del poder y la ciudad que crecía, llegó una nueva camada de nombres para las arterias que surgían hacia el oeste y el sur. Más provincias, más combates por la Independencia y buena parte de los próceres de la Primera Junta aparecían en las flamantes tablillas que señalaban las sendas que transitaban los porteños.

«Vista desde el Retiro», tomada en 1852, muestra los antiguos cuarteles y la vieja calle Florida

Hacia 1882 hubo una nueva andanada de personajes importantes para completar un mapa que no paraba de crecer. Fue por un decreto del entonces intendente Torcuato de Alvear que llegaron con sus apellidos a las calzadas la gran mayoría de los congresales que firmaron el Acta de la Independencia en Tucumán: Laprida, Maza, Boedo, Aráoz, Malabia, Sánchez de Bustamante, entre otros.

Así fue como aquella pequeña aldea no paró de crecer. Sus calles se multiplicaron hasta crear el magnífico universo de nombres que habría fascinado (o mareado) al mismísimo Juan de Garay.

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