Jimmy Scott, el cantante que parecía un niño y tenía una voz que hizo llorar a Madonna

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“Es el único cantante que me hace llorar”, dijo Madonna cuando murió Jimmy Scott en 2014. No fue el único “viudo” de su voz, pero sí fue ella quien lo invitó a participar en el video de su canción Secret, del famoso álbum Bedtime Stories de 1994.

Jimmy Scott fue ese “secreto”. Un cantante de la era dorada de las big bands y los crooners, con un paso breve pero decisivo por la orquesta de Lionel Hampton. Pero su destino no fue el de Dean Martin, Frank Sinatra o Tony Bennett.

Jimmy Scott y Madonna, que lo convocó para su canción «Secret» y dijo que fue el único cantante que la hizo llorar.

La suerte de su secreto le fue débil, flaca, pequeña. Como su cuerpo, marcado por una malformación genética rara: el síndrome de Kallmann. Una condición que detuvo su desarrollo físico en la infancia y lo dejó con una voz suspendida en el tiempo. Única. De contralto, aniñada, andrógina.

No es casual que músicos de culto como Elvis Costello, Nick Cave, Lou Reed o el propio David Lynch terminaron siendo sus devotos. Muchos de ellos colaboraron con él en discos como Holding Back the Years, cuando se revalorizó su figura en los años ’90.

Jimmy Scott fue un pequeño gigante. Un alma diminuta y colosal que, en los últimos años de su vida, emocionó al mundo con versiones irrepetibles de Prince, Lennon, Talking Heads y viejos standards de jazz. Las canciones que interpretó, nadie más pudo hacerlas sonar así.

Una voz grande en un cuerpo detenido

Hace 100 años, el 17 de julio de 1925, nacía Jimmy Scott, una de las voces más singulares del siglo XX., en una familia de diez hermanos. Su madre murió cuando él tenía 13 años, y desde entonces vivió de orfanato en orfanato. Fue en esa oscuridad que escuchó algo que le cambió la vida: Judy Garland cantando Somewhere Over the Rainbow.

Jimmy Scott estuvo décadas atrás en Buenos Aires y cantó en La Trastienda. Foto: sygma JIMMY SCOTT – SYGMA

“No mucho después de que murió mamá, estaba sentado en un cine oscuro y escuché a Judy cantar. Fue una experiencia religiosa. Judy era pequeña de cuerpo, pero su voz era enorme. De golpe, yo tampoco me sentí chico. Cuando cantaba, mi voz era lo suficientemente grande para sostener todo lo que sentía en ella.”

Así lo recordaba Scott, que siempre dijo que sus artistas favoritos eran como niños: Judy Garland, Mickey Rooney y Donald O’Connor.

Pero no fue fácil. Empezó a cantar no como una estrella sino casi como parte de un acto de feria, acompañando a contorsionistas y artistas de variedades. Su cuerpo estaba marcado por su enfermedad que le impidió desarrollarse físicamente. “Mis testículos nunca descendieron. Mi pene quedó pequeño. Mi voz se mantuvo alta. Nunca me creció barba ni vello púbico”, contó sin vueltas a David Ritz, autor de su biografía Faith in Time.

“Los chicos pueden ser crueles. Los varones, sobre todo. Me torturaban. Pero aprendí a ver mi condición como un regalo. Cuando cantaba, podía volar más alto que todos los golpes dirigidos a mi corazón. Los adultos también pueden ser crueles, tal vez más. Me han dicho maricón, nena, vieja, monstruo, raro.”

Saltó de sello en sello, mientras la industria discográfica le cerraba puertas. Su figura —“delgada como una moneda de diez centavos”, como canta Tom Waits en Diamonds & Gold— parecía salida de una historia de Carson McCullers.

Ray Charles, a quien llegó gracias a una novia que tocaba con él, quedó fascinado. Le produjo un disco y tocó el piano en todas las canciones. Pero nunca vio la luz. Un viejo sello lo vetó legalmente por un contrato olvidado para un par de simples. El álbum se grabó pero tuvo que ser suspendida su venta.

El precio de cambiar: por qué no se operó

En sus treinta y pico, Jimmy Scott creció de golpe veinte centímetros. Su cuerpo, que hasta entonces había quedado suspendido en una infancia prolongada, se estiró sin previo aviso. Pero todo lo demás seguía igual. Los médicos le ofrecieron una posibilidad: una operación que podía activar su desarrollo hormonal. Le dijeron que, tal vez, eso le permitiría “completar” su cuerpo adulto.

Jimmy Scott en 2001 en Nueva York.

Scott se negó.

“Tenía miedo de meterme en un territorio desconocido”, explicó. “Y además, si jugaba con mis hormonas, podía cambiar mi voz. Y, con todos los problemas que vinieron con mi condición, mi voz era lo único en lo que podía confiar.”

El entierro, Lou Reed y el renacimiento

Durante los años 70 y buena parte de los 80, Jimmy Scott vivió en una especie de limbo. Con recitales o sin ellos —decía—, siempre hay que pagar las cuentas. Billie Holiday, Frankie Valli, Dinah Washington, Nancy Wilson: todos lo habían amado. Pero su voz pequeña, lunar, se fue apagando en el margen.

Trabajó como conserje. Como ayudante de enfermero. Como lo que saliera.

Hasta que a fines de los años ’80, en el entierro del compositor Doc Pomus —autor de clásicos para Elvis Presley o B. B. King—, los escucharon cantar. Y todo empezó de nuevo.

Lou Reed lo llamó para grabar Power and Glory en su disco Magic and Loss. David Lynch, rendido ante su aura, le escribió la canción Sycamore Trees especialmente para él. No solo la grabó: la cantó en persona en el capítulo final de Twin Peaks, envuelto en sombras, como una aparición.

Jimmy Scott —genio de un metro cincuenta— empezaba a recibir en vida el culto que merecía. Grababa con Ron Carter. Salía de gira con Wynton Marsalis. Su entereza, su voz detenida en otro tiempo, ya no pasaban desapercibidas.

Una voz que parecía venir de otra edad: de otro mundo

Llegaron nuevos discos, conciertos, homenajes. Joe Pesci —ese pequeño gigante del cine de Scorsese— se declaró fan y grabó con él. La crítica lo redescubría. Los músicos lo adoraban. El público, por fin, lo escuchaba. Y sus viejos discos se republicaban.

Tal vez nadie lo definió mejor que Sufjan Stevens. Inspirado por su versión de Motherless Child, dijo que su voz era “casi la de una abuela”. No por frágil, sino por todo lo contrario: por el peso de lo vivido, por una ternura que dolía, por esa forma de cantar como si supiera algo que el resto del mundo todavía no.

Una voz que no parecía del siglo XX. Ni de este mundo.

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