Carlos Mena (43) estuvo a punto de suicidarse en la cárcel. Por una requisa policial, tenía la cara torcida, pañales, un ojo menos por un balazo de goma y una condena que parecía interminable. Reincidente, sin familia ni visitas, sin futuro ni consuelo. Una sábana colgada en la celda de Sierra Chica fue su intento de despedida.
“Cuando me enganché, empecé a pensar en todo lo que me pasó. Vi todo; lo bueno y lo malo; y cuando llegó lo malo… me calenté. ¿Cómo me iba a matar? Soy un pelotudo”, recuerda hoy.
Pasaron más de 20 años desde aquel momento. Ahora vive en la Patagonia, es padre de una nena a la que llama “Charito” y coordina talleres literarios y filosóficos en cárceles de Río Negro. Se presenta como docente, poeta, tiene obras publicadas, da charlas y enseña boxeo. Pero no reniega de su pasado: lo utiliza como prueba de que la educación transforma.
Carlos nació en Florencio Varela y creció entre la calle, la violencia familiar y la exclusión. Su papá mató a su mamá, a los 9 años se escapó de una villa en Lomas de Zamora y vivió ocho meses en Constitución, en autos abandonados junto a chicos huérfanos. “Dormíamos con la droga al lado, no había centros culturales ni nada para integrarse; la cultura era pobre, y la pobreza era ignorancia”, rememora.
En aquel momento, su pensamiento era: “O trabajás o robás, pero algo tenés que hacer”. Su primer robo fue un maletín. Después, llegaron el arma, la bandita, los secuestros. Entró y salió de penales varias veces. En la cárcel aprendió lo que el sistema le negó afuera: “No sabía leer ni escribir. Sobrevivía. No me salvó la educación formal, me salvó que alguien me mostrara otro camino.»
Ese alguien fue Alberto Sarlo, abogado y filósofo, quien fundó el taller literario Cuenteros, Verseros y Poetas en el Pabellón 4 de la Unidad N° 23 de Florencio Varela. Carlos se enganchó por curiosidad. Con el tiempo, dejó de ser “Kongo”, como lo conocían en el pabellón, y empezó a escribir. “Primero empecé por mí. Si somos lo que hacemos, yo ya no era chorro: era poeta, boxeador, ilustrador, coordinador de una fundación literaria”, cuenta.
La educación no borró el pasado de Carlos , pero sí le permitió interpretarlo. “Yo era victimario, pero antes fui víctima. El otro no tiene la culpa de haber nacido en un contexto distinto al mío”, reconoce. Leer novelas le enseñó a llorar por otros, incluso por personajes ficticios. Ahí entendió la empatía: “Si a mí me duele algo, al otro también. Lloré por una viejita que perdió a su marido en La Plata. Ahí empecé a cambiar.»
Mena recuperó la libertad en 2015, ilusionado con empezar de nuevo. Pero no fue fácil. Nadie quería contratar a un ex preso, ni siquiera en un gimnasio, donde lo habían aceptado como profesor de boxeo. “Se enteraron por YouTube y me sacaron. ‘Vos estuviste en cana’, me dijeron. Les vino bárbaro sacarme”, dice.
Aún así, tuvo varias entrevistas televisivas e incluso un rol protagónico en el documental Pabellón 4, dirigido por Diego Gachassin, que mostró el utópico proyecto filosófico dentro de la cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela. Seguía volviendo al penal, pero como ayudante de Sarlo, quien luego logró que Mena fuera el primer ex presidiario contratado para enseñar en las cárceles bonaerenses.
La pandemia fue un punto de inflexión. Lo convocaron desde Río Negro para fortalecer la educación en contextos de encierro. El viaje se convirtió en una nueva vida: conoció a una periodista, se enamoró y, cuando ella quedó embarazada, Mena renunció a su primer contrato formal para instalarse en el sur. “Vine a vender mates. Fue todo muy abrupto, pero pintó el amor”, señala.
Actualmente coordina talleres en la Unidad N° 11 de Neuquén. Logró que lo reconocieran como docente a nivel provincial, con obra social y horas cátedra. “No es un dato menor. Es simbólico: si yo soy un sujeto de derechos, los privados de libertad también pueden serlo”, sostiene.
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Carlos Mena aprendió a leer y escribir en la cárcel, y cuenta su historia.
A Carlos le gusta sentirse como un vehículo de transmisión para sus alumnos, no solo de sus saberes, sino también por su historia de vida. Él es un fiel creyente de que para enseñar, primero debe haber un vínculo humano, una “pedagogía del amor”, como le suele decir. “Tiene que estar presente el cariño y el respeto por el otro, hay que darle lugar a su palabra, hacerle sentir que es valioso, que vale la pena escucharlo”, resume.
La educación fue su “curandera” y le permitió poner fin al “maleficio” heredado por su contexto y familia. “Es muy violenta la desigualdad social, la ignorancia es atrevida y hace a uno mal educado, pero no porque uno haya nacido así, sino porque no conoce, lo condiciona el entorno”, opina con convicción y enfatiza que cada uno de sus alumnos tiene una historia de vida, que va más allá de su pena de prisión.
“Me aferré mucho a la literatura”, confiesa Washington, uno de los alumnos del taller. Antes de que llegara Carlos, con sus libros bajo el brazo y las ganas de transformar realidades, no existía un espacio de aprendizaje. “Para mí, esto es una motivación para seguir adelante, una oportunidad para lograr la reinserción social”, reconoce uno de los internos que más años lleva preso en los pabellones de Neuquén.
“Creo que se puede cambiar, salir adelante y progresar aunque uno haya ingresado a este lugar. Al futuro hay que trabajarlo y ponerle esfuerzo”, reflexiona Rodrigo, otro de los estudiantes.
Carlos no romantiza el delito, pero tampoco acepta el discurso de la venganza. Rechaza tanto la mano dura como la indiferencia. “La Justicia castiga, pero nunca le pregunta a la víctima qué quiere. ¿Querés que el pibe que te robó la batería del auto sea carpintero oficial o que salga resentido y te crucé de nuevo en la calle?”, se pregunta.
Tiene claro que no puede solo. Reconoce a Sarlo como su primer maestro y agradece al sindicato docente de Neuquén, ATEN, por abrirle las puertas. También a sus compañeros talleristas y al juez Germán Busamia, a quien señala como una de las piezas que ayudó a fomentar la educación en contexto de encierro dentro de la provincia. “Solo no puedo. Nadie puede solo. Hay que hacer lazos, formar vínculos. Esto no tiene partido político, se trata de humanismo universal”, sostiene.
El Carlos de hoy no niega el “Kongo” que fue, pero no quiere volver a serlo. Quiere estudiar una carrera universitaria, fundar una cooperativa para liberados y pelear por la educación en contextos vulnerables. Sabe que hay prejuicios imborrables: “En algunos lugares me siguen viendo como chorro. Pero yo tengo novelas, cuentos editados, poesías traducidas a otros idiomas. Puedo contar otra historia. Y si yo pude, otros también pueden.»
Aquel pibe de 22 años que colgó una sábana en Sierra Chica creyendo que todo estaba perdido hoy sigue en las cárceles, pero con libros bajo el brazo. Enseña lo que a él lo salvó. Cambió el nudo de la soga por el trazo de una lapicera. Y aunque todavía le pesa el pasado, cada clase y cada charla es su forma de decir que sí: que siempre puede haber otra oportunidad.
Por Lisandra Dittler, Leonardo Dudech, María Florencia Juvenal y Manuela Herzel. Maestría Clarín-San Andrés.
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